Por el edificio campan a sus anchas las ratas sagradas (llamadas kabas), que incluso tienen agujeros en las paredes para acceder con facilidad a algunas estancias. Los fieles, además de orar frente al altar, les dejan comida por el suelo (y allí compiten con las palomas por llevarse algo a la boca) o vierten leche en recipientes a cuyos bordes se asoman las ratas para beber.
Es constante el trasiego de hindúes y turistas, pero las ratas parecen más tímidas de lo que uno esperaba y si te acercas demasiado a ellas, se apartan. Aunque si te quedas quieto y eres un obstáculo en su camino, notarás el cosquilleo cuando te pasen corriendo, casi indiferentes, por encima de tus pies descalzos (naturalmente, como en cualquier otro templo hindú o budista, descalzarse a la entrada es obligatorio), lo que, a priori, no todo el mundo del esterilizado Occidente puede soportar sin dar un salto acompañado del consiguiente grito.
Santas y veneradas o no, observé que muchas de las ratas presentaban en sus cuerpos señales inequívocas de haber participado en peleas (desconozco si es algo endémico en esos animales o se trataba de un fenómeno específico), con zonas descubiertas de piel y alguna que otra herida.
Fuente: Viaja blog
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